viernes, 23 de septiembre de 2011

Cultura y Deporte. ¿Sí?

Cultura y Deporte. ¿Sí?
Alejandro Moreno

El alcalde lo dijo con énfasis: “el deporte, la cultura y la recreación son la solución para superar la violencia”. Casi nada: ¡La! Así, sin paliativos. ¿Andaba usted buscando cómo salir seguro de su casa sin mirar para los lados con el rabillo del ojo y apurando el paso para tardar lo menos posible? Cálmese; pronto esa angustia no tendrá sentido. El país se tomará ese bálsamo tricompuesto y reinará la seguridad total. Sin duda, el alcalde lo dijo convencido y teniendo alguna idea --¿Precisa?-- de cada uno de los tres componentes, pero los demás ¿a qué nos atendremos? ¿Qué ha querido decir con la palabra cultura? ¿Cuál del millar, o más, de definiciones habrá que mezclar en el mejunje? ¿Qué habrá que entender por recreación? ¿Una fiesta rave, por ejemplo? Con los deportes andamos un poco más claros: están bastante bien catalogados en distintas listas oficiales y semioficiales.
Las ironías no están aquí por gusto ni por afán de humor negro. Están para mostrar la ligereza, imprecisión y vacua retórica con la que se proponen salidas a la amenaza de muerte seria, precisa y nada retórica que pone en jaque todos los días la vida de cada uno de los ciudadanos de esta patria. Ni la cultura, entiéndase como se entienda, ni la educación, otro tópico repetido ad nauseam, ni el deporte, ni la recreación nos sacarán de este marasmo. Las cuatro ideas hechas realidad activa y otras muchas más, son no sólo válidas sino necesarias e indispensables para fomentar, promover y mantener la convivencia ciudadana y el desarrollo y perfeccionamiento de las personas pero su puesta en práctica no es la --insisto en el artículo universalizante y excluyente-- panacea para nuestro problema de violencia. Contribuyen, claro, pero ¿hasta dónde alcanza su contribución? Cultura, educación, deporte y recreación, la “sana” por supuesto, son actividades encaminadas a influir positivamente en la gran masa de la población, pero entre aquellos niños, jóvenes y adultos positivamente afectados por su benéfica influencia no están los malandros criminales que derraman la sangre de los venezolanos. Hasta ellos también ha llegado su influjo pero ha rebotado contra la impermeabilidad, en unos más compacta que en otros, que un cúmulo de experiencias y circunstancias vividas ha ido armando en ellos. No es que sean incultos, ni deseducados o refractarios al deporte. Es que su cultura, su educación, su práctica del deporte están enmarcadas en una manera de ejercer la vida en la que el crimen tiene más sentido que todo ello y produce mayor recreación, goce y placer. Por eso son el problema. Lo sano y normal para la gran mayoría de la población, no es efectivo en ellos. Para controlarlos, impedir que hagan daño y procurar su rehumanización y resocialización, hay que sentarse, y no sólo metafóricamente, a pensar, a investigar para conocer la realidad desde dentro de ella misma, a crear ideas, métodos y proyectos, a compartirlos, confrontarlos y evaluarlos colectivamente y, sobre todo, a dejar la fácil y vacía retórica efectista que vuelve trivial el pensamiento y engaña con los fuegos fatuos de aparentes preocupaciones, supuestas intervenciones eficaces y compromisos. ¿Qué significa, pongamos por caso, eliminar treinta mil armas de fuego cuando circulan quince millones de ellas, Asamblea Nacional dixit, de manera ilícita?
“No nos puedes dejar”, le dicen a mi amigo, un obrero común  y corriente, unos doce malandritos quinceañeros, todavía no profesionalizados pero a punto, que se le han apegado y siguen su benéfica orientación. Volverá cada semana para no abandonarlos. Los salvará. Seguro.
¿Hablamos de esta educación? Entonces, sí.

Lo Sabíamos

Lo sabíamos
Alejandro Moreno

“Sabíamos que esto nos iba a pasar”. Lo dice la gente del barrio de allá. Cuando llegó la policía y se llevó al Sergio y sus panas, no se sabe si para cumplir con su deber o porque algún chanchullo cocinaban, algunos se alegraron pero la gran mayoría de la gente se preocupó porque “sabían lo que les iba a pasar”. Sergio y su grupo formaban el primer anillo malandro del barrio, el de los “profesionales”, los que se dedicaban al delito como su medio exclusivo de vida, de recursos económicos y de adquisición y mantenimiento del necesario “respeto”. Claro que eran y son malandros, pero su negocio estaba fuera del barrio. Dentro, en cambio, no sólo defendían a sus convecinos contra otros delincuentes que quisieran llegar a someterlos o a enconcharse en la comunidad atrayendo así la atención de los policías cuya actuación suele ser más temible, sino que además, y sobre todo, mantenían a raya a esos chamos de catorce, quince y dieciséis años que aprendían de ellos y los acompañaban pero que también esperaban la oportunidad de ocupar su lugar. Unos días antes el Gabilancito que quiso alebrestarse recibió sus buenos cachazos para que se quedara quieto y no tuvo más remedio que achantarse con su cabeza sangrante. El barrio estaba en paz, en esa “paz malandra” de la que hace un tiempo escribí en este mismo espacio y que es la mejor y más segura que se puede dar hoy en una comunidad popular de cualquiera de nuestras ciudades. La policía acabó con ella y desató la guerra. Llevándose al Sergio y su combo, dejó el campo despejado para que esos adolescentes aprendices se encontraran libres de entregarse a ganar “respeto” y recursos con sus fechorías. Como todavía no tenían experiencia ni práctica en el delito fuera, pues el espacio estaba ocupado por una competencia en la que hacerse un lugar requiere inteligencia, decisión, riesgo y tiempo, cosas en las que Sergio estaba ya sobrado, empezaron a perturbar la tranquilidad del barrio. Entraron en las casas, robaron equipos, asaltaron a los estudiantes para quitarles los celulares y algunos zapatos y se empezaron a oír tiros bien cerquita casi todas las madrugadas. Y estalló la guerra entre ellos. Al Gavilancito, que quiso imponerse como otro Sergio pero sin llegarle a los talones, ya lo mataron con su amigo el Catire. El tiroteo fue de película, calle arriba y calle abajo. Hacía demasiado tiempo que eso no pasaba. Entre tiro y tiro le pegaron también a una niña de cuatro años con una bala que atravesó la ventana de su casa. Está grave en el hospital. La gente no sabe qué hacer y añora los buenos tiempos de la paz malandra. Con un malandro mayor se puede hablar y negociar pero con estos “bichitos”, como se suele decir, imposible.
El control de la violencia, en una comunidad popular, es algo mucho más complejo y delicado de lo que suelen pensar la policía, el Estado, la sociedad bienpensante o los mismos “violentólogos”. El barrio es ya de por sí una intrincada red de relaciones humanas de todo tipo en la que el grupo de malandros  tiene su puesto lo mismo que un enfermo, por muy grave que esté, lo tiene en su familia. Es además un sistema de fuerzas en equilibrio precario. Cuando un factor externo lo perturba, puede desencadenarse el caos con sus secuelas de muerte y sufrimiento. La buena voluntad no es suficiente, puede llevar al infierno. Nadie duda de que el Estado y sus instituciones tienen que intervenir. Su ausencia, causante de impunidad, es tan dañina como puede serlo una presencia que no tome en cuenta lo complejo de la realidad.
Es necesario saber antes de actuar. No es fácil. Difícil y todo, la gente del barrio siempre sabe “lo que nos va a pasar”.